

En CRIS Contra el Cáncer trabajamos para liderar la lucha contra esta enfermedad mediante la creación de unidades pioneras en investigación.
El cáncer surge o tiene su origen cuando algo falla en el proceso normal de renovación celular: Normalmente, cuando una célula se estropea o envejece el organismo la retira o elimina para dejar paso a una nueva. Sin embargo, en raras ocasiones, algunas células empiezan a ignorar estas normas.
No se retiran cuando toca, y además siguen produciendo más y más células. Esas son las células que pueden iniciar un tumor: se multiplican sin control y pueden dificultar el funcionamiento de las sanas, y hacer que el cuerpo no funcione adecuadamente.
Un cáncer puede comenzar prácticamente en cualquier parte del cuerpo y, por lo general, toma el nombre del órgano o tipo de célula donde se origina.
Por ejemplo, un tumor maligno que empieza en el pulmón será un cáncer de pulmón, y uno que inicia en la mama será un cáncer de mama. Cada tipo puede tener un comportamiento distinto, incluso un mismo tipo de tumor puede comportarse diferente en personas distintas, pero todos comparten ese crecimiento anormal de las células.
Hoy en día, gracias a los avances en detección y tratamientos, muchos cánceres se pueden tratar con éxito, especialmente si se descubren en etapas tempranas. De hecho, cada vez hay más personas que, tras recibir el tratamiento adecuado, logran superar la enfermedad y llevar una vida plena como supervivientes de esta enfermedad.
Esto demuestra la importancia de la investigación, la prevención y el diagnóstico precoz, así como de las terapias avanzadas, en la lucha contra el cáncer.
El cáncer es, en esencia, una enfermedad genética, lo que significa que es causado por errores (mutaciones) en el ADN, en los genes, que funcionan como un libro de instrucciones para la célula. Esas instrucciones controlan el funcionamiento celular, entre ellos los procesos de crecimiento y su división, así que los errores pueden provocar un descontrol en la multiplicación de las células.
Estas mutaciones genéticas pueden originarse por diversos motivos. Entre los factores desencadenantes más comunes están los errores aleatorios que ocurren cada vez que una célula normal se divide, los daños al ADN causados por agentes externos (por ejemplo, sustancias químicas cancerígenas del humo del tabaco o la radiación ultravioleta del sol) y también las mutaciones heredadas de nuestros padres. Es decir, algunos cánceres tienen un componente familiar o hereditario, mientras que otros se deben principalmente a factores ambientales o al azar.
Por lo general, el cuerpo tiene mecanismos extraordinariamente eficientes para reparar el ADN dañado o eliminar células defectuosas antes de que se vuelvan tumorales. Sin embargo, los errores en el ADN se van acumulando cuantas más veces se multiplican las células y la eficiencia de estas reparaciones disminuye con la edad, lo que explica por qué el riesgo de desarrollar cáncer aumenta a medida que envejecemos. De hecho, el cáncer de cada persona suele ser el resultado de una combinación única de cambios en su ADN.
Por ejemplo, una persona puede haber heredado cierta predisposición (ciertas alteraciones en su ADN que aumentan el riesgo de desarrollar cáncer) y, además, haber estado expuesta a carcinógenos, sustancias que, a su vez, aumentan ese riesgo (como el tabaco); en última instancia, será la acumulación de cambios en el ADN, por una u otra causa, lo que desencadene que una célula normal se transforme en tumoral.
Comprender estos procesos ha permitido desarrollar estrategias de prevención (como evitar el tabaco o la sobreexposición al sol) y técnicas de detección temprana para interceptar esas células anormales antes de que proliferen sin control, sobre todo en las personas con más predisposición (familiar, ambiental, o ambas).
Mecanismo de iniciación del cáncer. A partir de mutaciones (heredadas o provocadas por agentes externos), junto con la capacidad de evadir los mecanismos biológicos de reparación de ADN y muerte celular, aparecen células malignas que darán lugar a un cáncer.
Las células normales del cuerpo crecen de manera ordenada: se dividen solo cuando es necesario y, si sufren daños o envejecen, entran en un proceso de autodestrucción llamado muerte celular programada (apoptosis). En cambio, las células cancerígenas ignoran las señales que controlan su multiplicación. Pueden originarse sin necesidad de estímulos y no hacen caso a las órdenes de dejar de multiplicarse o de morir cuando corresponde.
Dicho de otro modo, las señales que normalmente mantienen el crecimiento celular bajo control dejan de funcionar correctamente, y la célula cancerígena (maligna) continúa dividiéndose cuando en realidad debería detenerse.
Células cancerosas o cancerígenas en constante división
Además, las células tumorales a menudo no llegan a madurar ni a cumplir las funciones especializadas que sí realizan las sanas; mientras que las células sanas se dedican a labores específicas del tejido/órgano donde se localizan (como la digestión, la respiración, la defensa contra infecciones, generar las uñas o el cabello…), las células cancerosas permanecen inmaduras y únicamente se dedican a reproducirse y diseminarse a otras partes del cuerpo, lo que significa que el tejido tumoral no trabaja igual que un tejido normal.
A diferencia de las células normales, que permanecen en su tejido y dejan de multiplicarse al contactar con sus vecinas, las células cancerígenas pueden invadir los tejidos cercanos y desplazarse a otras partes del cuerpo.
Cuando estas células salen de su lugar, entran en la sangre y logran crecer en un órgano distinto al de su origen, se produce una metástasis, término que denomina a ese nuevo tumor formado por células provenientes del cáncer inicial.
Precisamente, esa capacidad de invasión de los tejidos y propagación a distancia es una de las características más peligrosas de las células tumorales, y lo que diferencia a un tumor maligno de un crecimiento benigno localizado (limitado solamente a la región donde se originó el cáncer y no invade ni siquiera tejidos cercanos).
Metástasis: las células cancerígenas de un tumor original pueden entrar en los vasos sanguíneos y viajar por el torrente circulatorio. Al llegar a órganos distantes (por ejemplo, los pulmones), pueden salir del vaso sanguíneo) y formar allí un tumor metastásico.
Los tumores benignos no son cáncer, sino masas de células que crecen de manera limitada. Suelen crecer lentamente, no invaden los tejidos de alrededor ni se diseminan a otras partes del cuerpo.
Por ello, por lo general, no representan un peligro grave: a menos que alcancen un tamaño muy grande o estén ubicados en un lugar delicado (donde podrían presionar órganos vitales), los tumores benignos rara vez causan síntomas importantes.
En cambio, los tumores malignos sí son cáncer: sus células tienen la capacidad de invadir los tejidos vecinos dañándolos, y también pueden desprenderse del tumor original para propagarse a zonas distantes del organismo (lo que, como vimos, se denomina metástasis).
Esta diferencia es crucial, pues un tumor benigno permanece localizado, mientras que un maligno puede colonizar otros órganos.
Tumor benigno (izquierda) versus tumor maligno (derecha)
Otra característica que distingue a los tumores benignos es que, con tratamiento, suelen poder curarse por completo. Si es necesario tratarlos, por lo general basta con una cirugía para extirparlos, y una vez eliminados no suelen volver a crecer.
De hecho, la mayoría de los tumores benignos, si se eliminan quirúrgicamente, no reaparecen en el mismo sitio.
Por el contrario, los tumores malignos a menudo requieren tratamientos más agresivos. Para evitar dejarnos alguna célula tumoral tras la cirugía suele recurrirse a terapias que eliminan los posibles restos que puedan quedar: por ejemplo radioterapia o a fármacos como la quimioterapia.
Incluso tras un tratamiento exitoso, en algunas personas el cáncer puede reaparecer (es lo que se conoce como recidiva), ya sea en el mismo lugar o en otra parte, porque algunas células malignas pueden sobrevivir o haberse dispersado.
Cabe destacar que no todos los cánceres forman tumores sólidos: por ejemplo, las leucemias (cánceres de la sangre) no producen masas tumorales, sino que circulan por la sangre y la médula ósea; aun así, se consideran malignas porque sus células se multiplican descontroladamente y afectan la función normal de los tejidos donde se encuentran.
En definitiva, la distinción entre benigno y maligno es muy importante, ya que determina la gravedad de la enfermedad y guía las opciones de tratamiento.
Entender qué es el cáncer implica saber que se trata de una enfermedad causada por células que pierden el control y comienzan a multiplicarse sin orden ni límite. Aunque existen muchos tipos diferentes, todos comparten la capacidad de crecer descontroladamente, dañar tejidos cercanos y propagarse a otras zonas del cuerpo. La detección temprana, la prevención y los tratamientos avanzados son esenciales para aumentar las posibilidades de superarlo con éxito.